El Club de los poetas muertos

El club de los poetas muertos: Carpe diem


Quizá el mayor mérito de El club de los poetas muertos fuese el de despertar, siquiera durante unas horas, la consciencia de una generación.

Estimuló en las almas inconformistas la necesidad de construir una vida propia e intransferible sin dejarse someter por exigencias exteriores y expectativas ajenas. Avivó en ellas el impulso librepensador, la ambición de elegir un camino propio por muy incomprensible que pudiera resultar a los demás, pues una vida sin propósito, huérfana de sentido, es una vida no vivida.

La película también ayudó a popularizar el tópico literario del carpe diem, aunque sin mencionar una sola vez a Horacio, cuyos versos dieron nombre a una máxima vital que ya encontramos en el Poema de Gilgamesh (2.500 a.C.), la obra más antigua de la que tenemos noticia.


CARPE DIEM

Océanos de tinta van ya gastados para dar con el significado de los versos de Horacio, y más en concreto con el que contiene su famoso carpe diem, generalmente traducido como «aprovecha el día, no te fíes del mañana». Salvo cuando entra en el campo operativo de la sinsustancia, en donde recibe traducciones tan delirantes como «disfruta del día sin pensar en el futuro» o incluso «vive al día», creyendo, tal vez, que Horacio era igual de zoquete.

Carpe diem, quam minimum credula postero
(Aprovéchate del momento presente, confiando lo menos posible en el de mañana)

Horacio

 

Quinto Horacio Flaco

Pero aquí no vamos a analizar el mensaje que Horacio pretendiese enviar en su poema, sino a explicar lo que nosotros entendemos por carpe diem, pues es un principio universal que hunde sus raíces en el subsuelo de la Humanidad, en la primera mente pensante que reflexionó sobre la vida milenios antes de que él naciera.


EL FINAL DEL TIEMPO

«Porque seremos pasto de los gusanos. Porque lo crean o no, todos los que estamos en esta sala un día dejaremos de respirar, nos enfriaremos y moriremos», alecciona el profesor Keating a sus alumnos el primer día de clase.


La expresión carpe diem encierra una manera de entender la vida que se deriva de dos verdades tan omnipresentes como implacables: memento mori («recuerda que morirás») y tempus fugit («el tiempo huye»). Sin embargo, conviene ver la presencia de la muerte de forma simbólica, no literal, porque no es la muerte, sino el final del tiempo, lo que sustenta el carpe diem.

La vida nos muestra a diario que no todos los finales llegan con la muerte. La naturaleza corre al ritmo de plazos perentorios (estaciones, temporadas, ciclos, fases…) y cualquier cosa que sucede en ella se ajusta a períodos de tiempo con inicios y finales. Todo tiene su vencimiento; una vez finalizado el plazo ya es tarde para hacer o ya no importa si se hace, como nos enseñó Esopo en su fábula de La cigarra y la hormiga.

«Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa que se hace bajo el cielo», en palabras del Eclesiastés. Nuestros estragos surgen de olvidar que la vida se compone de intervalos con fecha de prescripción, que cada cosa tiene su momento y cada momento, su vigencia. Caminar descompasadamente en el presente nos convierte en eternos rezagados en el futuro.


MEMENTO MORI

John O’Donohue, que fue cura católico, solía relatar la diferencia de actitud que mostraban las personas al recibir la extremaunción. Quienes habían vivido con plenitud asumían la muerte con entereza y naturalidad; el resto, con angustiado estupor, sorprendidas por el final de algo cuyo comienzo habían postergado. La muerte no es indulgente, ninguna justificación la ablanda.

Recordar nuestra condición de mortales debería ser un ejercicio de práctica diaria. No para que la resignación nos paralice por la angustia de saber que un día moriremos, sino para que la aceptación de la verdad nos permita comprender que la vida es una extraordinaria oportunidad única. Para comprender que nuestro tiempo es un préstamo, no un pozo inagotable de años.

En cierto modo la muerte es la mayor fuente de vitalidad, porque cuando somos conscientes de nuestra fugacidad nos envuelve el dinamismo vitalista. Desaparecen las zonas en penumbra y el gran escenario de la vida aparece ante nosotros al completo. Caemos en la cuenta de que vivir es lo único urgente y necesario, y que cualquier otra cosa es accesoria. Apreciamos con claridad cristalina la insignificancia de todas esas razones que nos la descarrilan de lo importante.

El momento presente es el único tiempo en el que cabe la acción. Aprovéchate de él, exprímelo, no lo malgastes esperando a que ocurra algo para empezar a vivir. Súbete a tus hombros, toma tu camino, modifica su rumbo cuantas veces sea necesario y construye una vida que merezca la pena ser vivida. Actúa por ti mismo: así como nadie puede morir o envejecer en nuestro lugar, tampoco nadie puede vivir por nosotros.

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